Personajes Alfonso Diez |
* Su
relación con los periodistas
*
Loret de Mola lo destrozó
Luis Echeverría Álvarez es un hombre solitario. Tuvo pocos amigos y
tal vez ninguno en la actualidad. Es fácil adivinar sus actividades cotidianas,
son las del hombre que no puede andar entre la multitud, se tiene que esconder,
vive enclaustrado. Esa es una de las razones por las que dice que no es feliz y
que la felicidad no existe.
Rodeado de los integrantes del Estado Mayor que se encargan de su
seguridad, se dirige a ellos solamente para darles órdenes. No tiene un amigo
con el cual tomar la copa, o un café; no hay una dama a la que invite a comer o
a cenar.
Hablaba, en su momento, de Rubén Figueroa, el padre, como de un gran
amigo, y le daba risa cuando relataba la manera en que nadaba, “como si fuera
un gran pez o una ballena, así se desplaza por la alberca, desplazando también
un gran volumen de agua”.
Fue de los pocos momentos felices que le vi. Lo que sucedió en las
reuniones y entrevistas que tuvimos, lo que me dijo, se publicó como exclusiva
el 29 de abril y el 6 de mayo de 1985 (con fechas del 6 y el 13 de mayo de ese
año), pero a mi me pasó algo parecido a lo de Rogelio Cárdenas, quien publicará
un libro sobre la serie de entrevistas que acaba de hacer a Echeverría.
El libro lleva una fajilla en portada que dice: “Entrevista no
autorizada”, porque tras haberse reunido en diversas ocasiones, el expresidente
se molestó con la pregunta que le hacía el periodista y le pidió que se fuera a
reflexionar sobre lo que estaba haciendo y le llamara. Pero nunca más le
contestó el teléfono.
En mi caso sucedió de la siguiente manera: estábamos en casa de José
Luis Cuevas; Echeverría, su hijo Adolfo, Cuevas, su esposa Bertha, una
periodista de Excélsior amiga del pintor y yo; el expresidente me felicitó y me
dijo: “Alfonso, eres el mejor periodista que he conocido, te lo digo delante de
todos. Te voy a conceder una gran entrevista de prensa, vente el lunes a mi
casa para que nos pongamos de acuerdo”.
Yo ni siquiera le había pedido la entrevista. Pocos días antes había
publicado un reportaje sobre la casa que Echeverría tenía en la ciudad de
Guanajuato y que le quería vender al gobernador del estado.
En la siguiente edición de la revista política en la que yo escribía
publicamos un aviso en portada anunciando la próxima aparición de la entrevista
ofrecida. Durante las siguientes semanas platicamos mucho. Nos reunimos para
desayunar en su casa, durante el cumpleaños de Cuevas, algunas noches en un
despacho de su casa de Magnolia, en San Jerónimo, cercano a la entrada.
Me pidió que llevara a mi mamá, para platicar con ella años después
del seminario de marxismo que tomaron junto con el profesor Leopoldo Ancona.
Pero algo imprevisto interrumpió nuestros encuentros: Margarita
López Portillo me concedió una entrevista en la que habló mal de todo y de
todos, incluido Echeverría. Se leyeron partes de la misma en casa de Cuevas y
Gabriel García Márquez me pidió que le regalara una colección de la revista. El
exmandatario escuchaba.
Se enfrascó en una plática sobre los pueblos indígenas y soltó sus
conceptos como si los acabara de aprender, como si quisiera demostrar
conocimientos en una materia que no tenía porque ser la suya y en consecuencia
lo podía mostrar como una persona culta.
Al salir de la casa le dije que ya íbamos a empezar a publicar y él
me respondió: “Es prematuro, Alfonso”. Semanas antes me había pedido que
anunciara que preparábamos una amplia entrevista y que en su momento se
publicaría. El momento había llegado. Se lo dije a Echeverría y sólo respondió
pidiendo más tiempo.
Pero ya no podíamos parar la publicación. Cuando la hicimos, no me
volvió a llamar. Antes de esto, lo hacía seguido, para comentar alguno de mis
reportajes o de mis artículos de historia, o para que nos pusiéramos de acuerdo
sobre la próxima visita a su casa.
Lo que Echeverría me dijo sobre los sucesos alrededor de Excélsior y
su participación en los hechos que sacaron a quien dirigía el diario en 1976
consta en la entrevista que publiqué y a la que me he referido. En la misma,
hay confesiones, relatos y descripciones que merecen publicarse ahora.
Desafortunadamente, el espacio que ocuparía es excesivo para esta columna.
Buscaré la manera de hacerlo. Y volviendo al párrafo anterior…
Así es Echeverría Su relación con los periodistas así es. Podemos hablar de varios
casos, como el de Luis Suárez, con el que se hablaba de tú; el de Julio Scherer,
el de Rogelio Cárdenas que ya se tocó y el mío. Carlos Loret de Mola, el padre
de Rafael y abuelo del joven conductor de Televisa, lo destrozó en una crítica
periodística cuando el expresidente empezó a escribir en El Universal. Le dio
una verdadera lección de periodismo.
No sé cómo terminó la relación con Suárez, pero con Scherer fue
terrible. Esa mirada del expresidente cuando no tiene los lentes puestos
impresionó a Julio; dice que fue como si estuviera hablando con una persona
diferente. Y era un Echeverría enemigo el que sacó a Scherer y a su equipo de
Excélsior porque el que entonces era director del diario no quiso despedir a
Gastón García Cantú.
Echeverría se emociona con los periodistas que atraen su atención.
Los quiere junto a él. Tal vez busca su comprensión, o su aprobación. Pero
surge algo que le disgusta, lo que sea, y se desilusiona, ahí se acaba todo. Se
le olvida que se trata de seres humanos a los que hay que aceptar tal como son.
No se da cuenta que el equivocado puede ser él.
Siempre he dicho que no hay que amoldarse al famoso dicho de “Genio
y figura hasta la sepultura”. Al contrario, hay que someternos al autoanálisis,
por lo menos, y tratar de cambiar lo que estemos haciendo mal. Eso, Echeverría
no lo entiende, no forma parte de su personalidad.
¿Puede cambiar? Otto Fenichel, en su Teoría Psicoanalítica de las Neurosis, dice que
después de los cuarenta años ya no tiene caso someterse al tratamiento
psicoanalítico por dos factores en contra: Uno, que hay ya tantas resistencias
que cuesta mucho trabajo y años de tratamiento superarlas, sin garantía de
éxito. Dos, el final del punto anterior, que pueden transcurrir decenas de años
con un tratamiento que tal vez no tenga un final feliz y en consecuencia no
tiene caso.
Y a final de cuentas cabe preguntarnos: ¿Cambiar, él, para qué a
estas alturas?
Rosa Luz Alegría le tenía miedo. Tuvo un hijo con uno de los vástagos
del expresidente y éste se encarga de la seguridad de su exnuera. Las
entrevistas que tuve con ella en su casa de San Jerónimo tuvieron que cambiar
de sede porque no quería que Echeverría se enterara y comisionó a su hermana
para que sirviera de enlace entre nosotros.
Tiempo después de la caída de Scherer, Echeverría lo invitó a su
casa, junto con colaboradores como Vicente Leñero. Bracamontes, el exsecretario
de Estado, los recibió al llegar y los condujo con el expresidente (valiente
papel). Luego de un intercambio de reproches, Luis Echeverría los amenazó: “No
me provoquen”, como si nadie tuviera derecho a pensar diferente, como
advertencia del daño que él todavía podía hacerles.
La respuesta debía haber sido: “No nos sigas dañando. No sigas queriendo decirles a los periodistas de este país qué pueden hacer y qué no. ¿Para qué nos invitaste a tu casa? ¿Para que te escucháramos o para escucharnos también?” Pero nadie, en esa reunión, le respondió a Echeverría.
¿Merece compasión?
El 2 de Octubre de 1968 hubo una masacre en Tlatelolco. Él dice que
el que la ordenó fue el Presidente de la República, comandante supremo de las
fuerzas armadas, Gustavo Díaz Ordaz. Otros testimonios dicen que él fue tan
culpable, como secretario de Gobernación que era, como su jefe, el presidente.
En una entrevista periodística que me concedió Guadalupe Díaz Ordaz
Borja, su hija, y que publiqué el 15 de septiembre de 1986 (con fecha del 22 de
septiembre), ella me aseguró que su padre siempre afirmó que el único
responsable de los sucesos del ´68 era él mismo, Díaz Ordaz. Lo dijo en el
siguiente informe de Gobierno, el primero de septiembre de 1969, se adjudicó
toda la responsabilidad.
Suponiendo, sin conceder, que así fuera, hay muchas otras acciones
de Luis Echeverría que lo condenan. Lo que hizo con Julio Scherer y sus
colaboradores no tiene nombre. La matanza del 10 de junio de 1971, Echeverría
se la achaca a su subordinado, el que era jefe del Departamento del DF, Alfonso
Martínez Domínguez, pero éste decía que todo fue obra de su jefe el presidente.
¿A quién creerle?
Pero basta con lo que le hizo a Julio Scherer para condenarlo. No merece compasión. Efectivamente, la historia no lo absolverá. |